Centro de estudios superiores de Roma (10 de julio de 2010)
En estas semanas he vivido en un estado de agitación, desde que el Secretario de Estado, primero, y luego el Santo Padre, me han hablado de esta misión de ser Delegado Pontificio para la congregación de los Legionarios de Cristo.
Ayer se ha hecho la comunicación oficial, y en este momento, mi emoción interior ha crecido todavía más, escuchando a tantos decirme: «Bien, felicidades por tu encargo, pero será un encargo difícil», y al mismo tiempo, me han asegurado todos su oración, porque este encargo, al menos se puede intuir la dificultad desde la oración, es un encargo que con la gracia del Señor se puede y se debe realizar.
Yo, al hablar aquí hoy, estoy todavía un poco emocionado. Pero, viendo este espectáculo de todos estos sacerdotes y estudiantes que llenan hoy esta capilla, me siento más tranquilo conmigo mismo y con el encargo que debo cumplir. He hablado ya con sus superiores, aquellos que están en el vértice de la congregación. Les he presentado la carta con la cual el Santo Padre me ha dado este mandato, y les he entregado también una carta mía, para que comuniquen mis sentimientos y también mis exhortaciones para ustedes al inicio de este encargo.
No creo que sea necesario y oportuno repetir estas cosas, porque sus superiores tendrán modo de transmitirlo mejor y también de ayudarles a entenderlas. Se trata del encargo del Delegado Pontificio. El Papa dice que – frente a la situación–, ha creído, por una parte, urgente iniciar un camino de reflexión que él mismo, el Santo Padre, quiere acompañar. La Iglesia que, en un primer momento, les ha ayudado al enviar sus Visitadores para hacer un primer discernimiento, la misma Iglesia, en la misma persona del Santo Padre, hoy les envía su Delegado. Un Delegado que –como el Papa dice en la carta– tiene la tarea de testimoniar la cercanía del Papa a todos ustedes. Y es todavía en la convicción de que estamos en la Iglesia y de que tenemos la tarea de realizar el proyecto de Dios, que tenemos esta misión nuestra, esta tarea.
Ustedes mismos, con su presencia, son un testimonio que invita a la esperanza y que nos infunde ánimo. El Papa manda a su Delegado para decirles que él los ama y que está cercano a ustedes. Él, al mismo tiempo, constata –lo dice él en la carta– un gran número de miembros de esta congregación que tienen un gran celo y viven con gran fervor.
La presencia de ustedes es testimonio de una realidad que nos supera: es su vocación, con la cual hoy celebran esta Eucaristía. Ustedes han recibido la vocación de parte del Señor de ser miembros de esta congregación. El Señor ha suscitado esta vocación dentro de ustedes, les ha acompañado hasta hoy, y las obras del Señor –se sabe– no se quedan nunca sin cumplir. San Pablo nos dice: «Aquel que ha iniciado en vosotros su obra, la llevará a cumplimiento».
Es el misterio de Cristo que nosotros celebramos en este momento con la presencia de ustedes. Es el misterio de su amor, de su misericordia, de su gracia que nunca nos abandona. Y es todavía el momento del adiós, de un examen de conciencia, porque tenemos necesidad de vez en cuando de hacer un alto para realizar un examen de conciencia. Pero no para reflexionar continuamente sobre un pasado, sino para constatar nuestro presente, darnos cuenta de nuestra situación, dando, primero que todo, gracias al Señor. La primera palabra que debería nacer de la profundidad de nuestro corazón es la palabra de «gracias». Gracias a Dios que nos ha llamado, los ha llamado a la vocación sacerdotal y religiosa en este instituto. Gracias a Dios que les ha acompañado. Gracias a Dios que puede llevar a cumplimiento su obra. Gracias a Dios y gracias a la Iglesia, porque el Señor resucitado vive en su Iglesia y cumple su obra a través del ministerio de la Iglesia. Y esta Iglesia que ha cumplido una primera obra de discernimiento, hoy quiere cumplir la obra –a través del Delegado Pontificio– de reconstrucción, de restructuración, o mejor, de un nuevo compromiso en nuestro camino espiritual.
Se sabe que en los momentos críticos tantos pensamientos pasan por nuestra mente; algunas veces anidan incluso en nuestro corazón. Y en la confusión que algunas veces nos sucede, estamos tentados a tomar decisiones aceleradas, a tomar decisiones sin consultar en el momento de oscuridad. En el momento de la confusión, sólo necesitamos serenarnos, necesitamos descubrir la presencia de Dios, de creer de un modo nuevo en su amor y de entonces retomar el camino de la fidelidad. Nosotros, con nuestra presencia, celebramos la eterna fidelidad del amor de Dios. Dios nunca falla a su amor. Aquel que les ha llamado, continúa aún llamándoles y espera una respuesta nueva, pero profunda en el camino de la fidelidad. A la fidelidad eterna del Señor, debe responder nuestro «Sí», nuestra fidelidad.
Estamos llamados a recorrer un camino, nos dice el Papa, un camino de renovación particularmente de las normas con las que regimos nuestra vida para llegar después renovados y con nuevo entendimiento, con nueva conciencia y con nuevas fuerzas, a la celebración de un capítulo extraordinario, en el cual reconfirmaremos nuestra fidelidad al Señor, donde reconfirmaremos nuestro compromiso de seguir a Cristo en la profesión de los consejos evangélicos; donde reconfirmaremos que el Señor es nuestro todo. Por Él hemos entregado nuestra vida, y queremos que esta vida le pertenezca a Él totalmente y para siempre a Él; es éste mi deseo al inicio de este camino que queremos recorrer. Nos encontraremos más seguros, más serenos, más llenos de confianza, si renovamos nuestro pacto de alianza con el Señor; y dado que el Señor es siempre fiel, y nunca falla, así también nosotros encontraremos la valentía de nuestra fidelidad, de nuestra entrega y de nuestra total dedicación al Señor.
Queremos recordar hoy sábado, día dedicado a la Bienaventurada Virgen María, la misma presencia de María junto al misterio de Jesús. El domingo recordamos el misterio de la gloriosa Resurrección del Señor y la nueva creación. El Viernes Santo recordamos el día de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Y el sábado es el día del silencio, es el día siempre de las tinieblas, es el día en el cual la tierra entera calla ante el misterio de la muerte y de la sepultura de nuestro Señor Jesucristo. Pero también aquel sábado había aún un corazón, al menos uno en el cual el creyente, la tradición cristiana, ha querido representarnos la imagen de María que en el silencio del sábado conserva intacta su fe y su amor hacia Cristo, su Hijo. Ella sabe que la muerte no puede ser la última palabra, ella sabe que su Hijo vive, ella sabe que su Hijo ha triunfado sobre las tinieblas, y ha triunfado sobre la muerte; y la tradición cristiana quiere representarnos a Jesús que, después de resucitar, se aparece primero que nada a la Santísima Virgen María.
Para celebrar bien el Domingo, debemos pasar no sólo a través del Viernes, sino también a través del silencio del Sábado Santo, conservando intacta la fe en la presencia de Jesús entre nosotros y en medio de cualquier circunstancia de la vida, pero con la certeza de que la última palabra es el triunfo de nuestro Señor Jesucristo, que la última palabra es el triunfo de la vida sobre la muerte, que la última palabra es el misterio del amor de Dios que transforma nuestro corazón, y con su gracia lo hace capaz de responder con el mismo amor a nuestro Señor Jesucristo. Superemos las tinieblas que a veces pueden oprimirnos; superemos las dificultades también de nuestra fragilidad y debilidad humana, porque el misterio de Dios es mayor que toda debilidad humana.
Es el misterio de Dios que, cuando entra en nuestra vida, nos hace capaces de lo imposible: la vocación de Isaías, cuya narración hemos escuchado. Todo hombre es una vocación, nos lo dice el Papa en la encíclica Caritas in veritate; tiene una vocación. ¿Por qué? Porque el hombre es por naturaleza un ser que escucha, un ser donado; antes de él hay otro que da sentido a su vida. Venimos al mundo porque hay alguno que nos ha amado primero: al inicio está siempre el amor, está el don, y cuando nosotros nos consideramos a nosotros mismos, nos damos cuenta de que sentimos la necesidad de rehacernos hacia la fuente de la cual venimos. Venimos del eterno amor de Dios.
Y cuando entramos en el misterio del amor de Dios, sentimos casi un miedo, un estremecimiento, como el profeta Isaías. Contemplando el misterio de Dios, nos parece casi que morimos, porque sentimos toda nuestra fragilidad y toda nuestra debilidad; pero cuando el misterio de Dios entra incluso en nuestra fragilidad, en nuestra debilidad, nos purifica. No entra Dios en nuestras vidas para aniquilarnos, sino que entra para liberarnos y para permitir que la vida se manifieste en su plenitud. Y purificados por Dios, descubrimos dentro de nosotros energías insospechables, y entonces si el hombre solo no puede hacer nada, el hombre con Dios puede hacerlo todo. Para Dios nada es imposible y nosotros estamos llamados cada día, nosotros seres creados, nosotros que tenemos una vocación, estamos llamados cada día a redescubrir el eterno misterio de Dios; a constatar nuestra debilidad y fragilidad y, al mismo tiempo, a hacer la experiencia de la gracia misericordiosa y renovadora de Dios. Y al lado de Dios, bajo la protección de la Bienaventurada Virgen María, con Jesús que ha resucitado y nos ha llamado sus amigos y sus hermanos, podemos realizar grandes cosas, estar al servicio de su Reino, y hacer triunfar el Reino de Dios primero en nosotros mismos y luego por el testimonio de vida que queremos dar.
Con la gracia todo es posible, y la gracia de Dios ha triunfado en nosotros, en vosotros hasta hoy, y triunfará de nuevo hoy y también mañana hasta que sea revelado plenamente el misterio de Dios. Con esta confianza, queremos comprometernos en la oración, en la humildad, en la conciencia de nuestros límites, pero sobretodo en la certeza del amor infinito y misericordioso de Dios. El Señor tiene grandes proyectos para cada uno de nosotros, el Señor tiene una misión para cada uno de nosotros. No abandonemos al Señor, Él siempre es fiel; que también nosotros permanezcamos fieles en el encuentro con el Señor en este momento, particularmente en esta Eucaristía. Él nos nutre con su palabra, Él se vuelve nuestro cuerpo y sangre, Él se vuelve nuestra vida y con la vida del Señor en nosotros, nos volvemos personas transfiguradas, capaces de dar siempre testimonio del misterio del amor de Dios que camina en el tiempo.
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